martes, 29 de mayo de 2012

Síndrome

Los viajes diarios convierten a Buenos Aires en una ciudad completamente loca.

Día por medio se dan sucesos que hacen que minutos perdidos en el tren, colectivo, subte transformen la rutina en una sátira de la vida cotidiana. Ancianas que entran mufando e insultando a un chofer que les frena a diez metros de la parada; un madrugador dormido abre la boca con demencia y deja fluir un valiente hilito de baba que se cuela hasta el cuello de la campera; un colectivero que sonríe y da los buenos días. Un niño que avergüenza a sus progenitores y despierta en llanto los comentarios de reprobación de la misma anciana que mufa: "a ese chico deberían ponerle límites", regaña entre dientes. Momentos con aquellos despiertan una sonrisa al eterno desolante trayecto hasta lo conocido.

Hace no mucho tiempo descubrí en los 45 minutos de hora pico Olivos - Retiro que acarreo con un defecto por demás interesante: la curiosidad; el chusmerío cuasi salvaje. Lejos de esa curiosidad a la que los canales de aire nos tienen acostumbrados. Años luz de la verborragia en pantuflas de la vecina que barre la vereda.

¡No!, hablo de la curiosidad seria (no es que las otras no sean serias, seguro lo son, pero no me detendré en detalles), el síndrome de interés por la intimidad al combate del chusmerío de barrio, de si el vecino elige una zanahoria y la más grandes y se la lleva sin envolver; o si el sodero reposa el camión horas en la puerta de rejas verdes mientras el hombre de la casa sale a trabajar.

Se trata de algo diferente, algún especie de virus que me atemoriza solo dentro de los transportes públicos; la necesidad de revolver vidas íntimas que poco me importan y mucho menos me divierten. Tal vez, solo me entretienen.

Como el otro día, frente al celular de una muchacha que preocupada tecleaba sin sentido en el colectivo. Notar que ante la ausencia de páginas impresas disfruta narrando delante de mis narices términos como "desición" o "hiba". Sin siquiera tener ni un pequeño interés en aquello frente a mis ojos, al no tratarse de un libro, un diario, un apunte universitario coloreado de verde, sentir despertar en mi cuerpo la peor de las iras "hulkeanas". Ver mis brazos cambiar de color sin siquiera mover un músculo, palpar entre mis cejas el profundo deseo de gritarle con violencia de cavernícola que aquello está mal. Que nunca las convenciones de gramática permitirían tan desparrame de ignorancia humana. Que nunca podría respetar una persona con tanta falta de criterio humano no animal.

Pero ante un grito que se ahoga en mi garganta, analizar con detenimiento y comprender que cada uno de nosotros nos equivocamos. Menos yo. Salvo cuando estoy despierto.