miércoles, 8 de octubre de 2014

Incompatible

Con sus piernas cruzadas cerca de la mesa redonda revolvía la yerba del mate recién cebado sin pensar verdaderamente en lo que estaba haciendo. Sus ojos clavados en el dedo gordo que abrazaba la punta de la bombilla que a su vez miraba sin interés. El flequillo castaño caía a los dos costados de su frente y parte de su cabellera ondulada se afirmaba con un lazo en su espalda. La miraba intentando interpretar los pensamientos que corrían mientras me arruinaba un mate nuevo. No pensaba en lo que estaba haciendo o no sabía que eso era completamente contraproducente. Lejos del intelectualismo que curiosamente la rodeaba, parecía disfrutar de las ideas que despacio formulaba y reconstruía. Abría grande y cerraba sus ojos manipulando los niveles de pensamiento.
La miraba desde el piso, desorientado mientras disfrutaba de un algún ensayo de Saramago, haciendo a un lado mis críticas sociales y la construcción de mi ideología boicoteadora. La encontraba maravillosa en su callada ignorancia. Me resultaba atractiva en su desconcierto, en su simple entretenimiento del qué sé yo, en su reconstrucción de precarias fantasías que solo describiría si me permitía preguntarle en qué estaba pensando. Pero no lo haría, solo la disfrutaría en este pasaje del proceso del desamor. Por esos instantes renacía mi interés, mi fascinación por tan desorbitante ser que representaba el opuesto de mi mundo. Que provocaba mi disgusto con la misma facilidad que el noticiero, que me ofrecía análisis de poco aporte, que no conducía por el carril del hilo comunicativo.  Tan bello ser que desvariaba con el vuelo de una hoja, con una miga de pan olvidada sobre la mesa, con una charquito de agua que manchaba la mesa. Aún me pregunto a qué se debía esa frialdad con que la miraba desentendido pero con tanto interés. Porque ella ni se percataba, no levantaba la vista, no relajaba los párpados mientras yo sufría viendo como me destruía el mate recién hecho. De fondo corría perdido el disco Let it Be de The Beatles que rellenaba de psicodelia un clima fuera de órbita. Ella movía su sandalia negra fuera de tiempo y esporádicamente buscaba descifrar algunas de las letras de las canciones. Me desesperaba que solo supiera algunos estribillos y ni siquiera se gastara en aprenderse bien el resto del tema. Cada tanto soltaba la bombilla, buscaba con sus ojos el tocadiscos que seguía girando y se acomodaba hacia los costados los dos flecos que flotaban por su frente. No llegaba a levantar los ojos, solo volvía a la bombilla y ni se percataba que podría interesarme tomarme uno. Yo no buscaba explicación, solo disfrutaba de arte abstracto que su imperfección generaba frente a la mesa de madera. No la amaba, me generaba más irritación que amor. La quería, sí, disfrutaba de su compañía tanto como de sus silencios pero en general me veía obligado a salir a recorrer las calles de una ciudad con vida propia. Ella tampoco me daba muchas explicaciones a la hora de tomar sus llaves y salir. Allí sentada generaba un aura de armonía con un brote de melancolía y preocupación. Siempre conservando esa extraña calma que tanta controversia me representaba. Su pollera negra que caía hacia sus tobillos, su musculosa blanca que redondeaba sus pequeños senos, sus redondos ojos marrones reafirmaban esa avalancha de pasividad que me hacía estallar en cólera. Pasaba los minutos oculto bajo las amarillas hojas de mi libro y me exasperaba el hecho de no poder quitarle los ojos de encima. Sonreír por dentro por esa admirable ingenuidad rutinaria y por esa capacidad de abstracción total en cuyo interés total del mundo está en esa manipulación de un objeto. Ese insano desprendimiento de prejuicios, de esos segundos intereses de manipulación que reconstruía en su rutina. La falta de compromiso por la regeneración de conocimientos filosóficos, matemáticos y eruditos en general la colocaban dentro de las personas menos hábiles en mi escala. Ella lo sabía y demostraba no importarle. Pero un "nomeimporta" real absolutamente, donde ni siquiera ha de cuestionarse ni una sola vez si realmente le importe o no. Mientras llevaba y traía con firmeza la bombilla me recordaba a un niño utilizando un juguete con la violencia justa para no llegar a romperlo, desafiando a padres y maestros. Regocijándose sin saberlo por alcanzar ese límite en el que podía derrumbarlo todo y terminar castigado o divertirse en su mayor potencial. La atracción que la energía de esa escena que percibía con todo mi cuerpo parecía no acabarse. Estaba hipnotizado en la secuencia de sus paletas mordiendo el labio inferior y su boca girada a la izquierda de su nariz. La observaba como investigándola científicamente, como si de ella saldría postulada la hipótesis más reluciente de la comunicación no verbal o se recreara sin ningún tipo de error la utilización de las partes del cerebro humano. Ella aún sin saberlo se distorsionaba en esa nube de realidad y fantasía que su mente curiosa pero algo lenta imaginaba. Tan distintos los dos, tan rebuscadamente incompresibles e incompatibles, en caminos paralelos que no deberían haberse cruzado.

Pero ella sin saberlo tomó de sus ideas una filosa tijera, disfrutó otra milésima de segundo mientras levantaba con lentitud sus oscuros ojos hacia mi posición, y cortó ese hilo tembloroso que me imposibilitaba dejar de mirarla con una sonrisa que apagó la luz del sol que se filtraba por la ventana. Sintió el placer de encontrarme nervioso luchando por retomar con mis asuntos sin que ella supiera que la estaba contemplando y que alrededor de su pequeño cuerpo se recreaban un sinfín de ideas conspirativas que mi rebuscada mente supo generar. Cortó la tensión, soltó la repentina desunión que me hacía verla tan distinta y aprecié por un instante toda aquella otra conexión que buscaba tapar con intelectualismo: esa afinidad a vivir, esa rutina que compartíamos sin darnos explicaciones, y, sobre todo, esa capacidad de poder compartir una sonrisa sin tener que siquiera formular palabra. Fue muy reducido ese análisis, fue casi inperceptivo, porque ella escondió sus dientes, miró nuevamente a la bombilla y, por supuesto, no vio como yo abandonaba mi libro y me expulsaba de su paz para dedicarme a mirarla sin poder dejar de hacerlo.