martes, 5 de febrero de 2013

De paso por los años

- ¡Cobardes! - gritó el viejo mientras observaba a un grupo de niños perderse en la esquina y cerraba la puerta de calle. Ya se había acostumbrado al divertimento del ring-raje, y disfrutaba casi de igual manera que aquellos chiquitos. "Cobardes", gritaba cada vez que esto sucedía, y ya, después de tantos años, había olvidado el significado mismo de esa palabra. Al menos el real formalismo que alguna vez en su larga vida había sabido darle.
La risa del jovial chascarrillo desapareció y la sonrisa de pocos amigos había vuelto a adueñarse del gesto triste debajo de la maraña de pelo blanco y enredado. No resignó tiempo a identificar nuevamente a cada uno de los pequeños que solían disfrutar viéndolo asomarse amargado en su antigua bata color beige y sus chancletas de algodón haciendo juego: hijos de antiguos jóvenes del barrio que bien han sabido ser amigos de su propio hijo.
Al pensar eso, su mente hizo una pausa (Pasados los 80 años su mente le había regalado una nueva gracia, la de hacer una pausa. Era como si por un segundo quedase titilando como el botón de encendido del televisor y luego pusiese en marcha un trocito del inconsciente para recordarle sucesos aún activos).
¿Qué será de la vida de mi hijo?, se atolondró mientras atravesaba el oscuro living y evadía los pies de los sillones colocados estratégicamente para no reavivar su torpeza. Supongo que debe estar ocupado trabajando, porque hace días que no llama. Otra pausa mental. Cuando su primogénito lo llamase disfrutaría haciendo una pequeña escena abandónica (a pesar de que solo dos días había pasado desde su última comunicación), que terminaría en un pequeño suspiro cariñoso y en una invitación a cenar con los nietos.
"Ya es un tipo importante, mi'hijo, ¿ve? Ya no necesita consejos. Es muy independiente" Repetía con un orgullo hiriente el sábado por la tarde en el club de jubilados mientras estas punzantes palabras lo retrotraían a la absurda pero intrépida ilusión de ya no sentirse útil para su familia.
Terminada la travesía a través del living que hacía algún tiempo había dejado de ser "salón de estar" y convertido en un invaluable museo; utilizando el marco de la puerta como fornido sostén, se impulsó hacia la cocina. Ese pequeño cubículo de pocos metros donde pasaba gran parte de sus días compenetrado en lo que la colorida pantalla tenía para ofrecerle. Con el volumen fuerte que retumbaba a través de la heladera, cruzando la mesa que atravesaba el salón, golpeando el mueblecito donde reposaban vasos, cubiertos y encima un anticuado microondas, y finalizaba en el horno y la pileta de lavar los platos que siempre tenía algo esperando a ser enjuagados. ¿Quién me va a venir a decir ahora que no debo arrastrar los pies?, ¿Quién me va a obligar a lavar los trastos sucios?, pensaba casi en voz alta.
Se dejó caer en la silla que ya no enfrentaba la mesa, sino al 22 pulgadas; escupió un clásico "uff, la pucha", que explota en significados pasados pero caducaba de ideas presentes, y entrelazó entre sus dedos su arma secreta: el control remoto.
Su mandíbula separada permitía el ingreso de aire más fácil a sus oxidados pulmones y relajaba esa necesidad de no pensar mientras disfrutaba un partido de dos equipos que todavía no había reconocido. Con nombres como Lozano, Hernández, Ramos, el equipo de camiseta blanca acababa de convertir un gol después de muchos rebotas y zambullidas en el área, y el locutor destacaba la burrada del arquero mientras se enfocaba en primer plano la cara de derrota de los jugadores de camiseta azul y bordó, y una espalda que relucía un gran once y el nombre Rubén García. Al parecer en apenas 15 minutos  habían pasado a perder por uno y estaban en problemas.
El reloj marcaba las 5 de la tarde, y el locutor se relamía mientras aclaraba que "con éste resultado el Valencia se estaría clasificando inmediatamente a la Liga de Campeones, mientras que el Levante debe de conformarse con luchar la UEFA”.
Continuaba el horario de la siesta aunque se conformase con palpitar el horario de la merienda.
Arrastró su pesado cuerpo alrededor de la mesa, colocó la pava en el fuego mientras tomaba una pequeña tasa vacía y un saquito de té de tilo (lejos de tranquilizarlo, le traía a la memoria sus tardes en familia con sus retrógrados padres y su difunta mujer). Volvió a acomodar el almohadón en la silla, y despotricó por la necesidad de hacerlo cada vez que se sentaba. Inmediatamente apagó la televisión con un ágil movimiento de muñeca sobre el control remoto. Miró desde arriba la tasa con el té casi transparente y cerró sus ojos para rellenarse de recuerdos.
Suspiró profundo y el vapor recorrió todos sus pulmones. Encontró la pena del sentimiento de aquel que todo lo sabe. Levantó la tasa al aire sin remordimiento, y como hacía más de 80 años, volvió a quemarse la lengua.

domingo, 3 de febrero de 2013

— No... ya sé lo que usted cree... pero escúcheme... yo no estoy loco. Hay una verdad, sí... y es que yo sé que siempre la vida va a ser extraordinariamente linda para mí. No sé si la gente sentirá la fuerza de la vida como la siento yo, pero en mí hay una alegría, una especie de inconsciencia llena de alegría.  (...) Lo que hay, es que esas cosas uno no se las puede decir a la gente. Lo tomarían por loco. Y yo me digo: ¿qué hago de esta vida que hay en mí? Y me gustaría darla... regalarla... acercarme a las personas y decirles: ¡Ustedes tienen que ser alegres!, ¿saben?, tienen que jugar a los piratas... hacer ciudades de mármol... reírse... tirar fuegos artificiales. 


El Juguete Rabioso, Roberto Arlt