lunes, 13 de enero de 2014

A saber

Se preguntó, como todas aquellas inertes tardes de verano, por qué sus cosas habían tomado ese rumbo (hace tiempo ya no usaba el término vida, para él, vivir era otra cosa).
En la noche nunca se había dejado vencer por el zumbido inoportuno del silencio, ni por la punzante paranoia del ruido constante de la gota en el duro azulejo. Ocurrente, había colocado esa foto perfecta que se mostraba desapercibida para las infortuitas visitas: él en un pequeño velero que lucía dos enormes velas blancas frente a un río teñido de marrón y decorado por manchas rojas de un sol que se daba por vencido. El viento se mostraba inquieto y golpeaba su cuerpo mientras avanzaba manso por el agua. A su lado, sus dos colegas favoritos sonrientes, sin más razones para ello que la agradable compañía, una paz que parecía eterna, y el dibujo de cada cebada de un mate tibio que giraba en torno a las palabras.
Desde su sitio, miraba la tranquilidad de un agua poco calma que dejaba fluir entre sus entre abiertos labios incipientes cuestiones metafísicas que él pretendía evitar y enlazar con memorias de tiempos distintos.
Sostenía, hace tiempo, una relación imperfecta con una mujer extraña y cambiante pero igual de inoportuna, llena de sorpresas y misterios. Se encargaba a diario de asesinar la rutina e incendiar los controversiales papeleos. Invaluables le resultaban los momentos en que golpeaba su puerta con una delicada flor que acababa de tomar prestada de cualquier umbral de paso. Aunque al disfrutar de su presencia no lograba desprenderme de una duda que había sabido atormentarlo durante años. No era la muerta, eso ya había aprendido a interpretarlo. Nada de eso. Lo atrapaban las relaciones interpersonales. Lo obsesionaba pensar que con frecuencia se generaban encuentros tan casuales que parecía construidos en broma y resultaban ser tan profundos y satisfactorios como un primer beso o el movimiento horizontal de una bandera. Por momentos, pensaba, se busca resumir las sensaciones más abarcativas en unas pocas palabras, y acarreamos la culpa diaria de la síntesis -¿A caso el amor significa eso?- 
Entonces se dejaba vencer abruptamente por las escalas de un terror que gozaba de escalofriantes consonantes: la soledad.
Ínfimas ocasiones luchó por intentar definir de qué se trataba ese sentimiento y solo había podido resumir en un ¡Plop! y la desesperación de encontrarse perdido entre una multitud parlante que escupía la burla como mecanismo de rechazo a la introspección.
Sin duda, por cuestiones atemporales, las situaciones se ampliaron al notar que esa vez las cosas (y hago hincapié en no usar el término vida) fueron distintas. Dos palabras surgieron estruendosas en su mente y vinieron a sacar brillo a sus ideas: absurda e inesperada. Fueron precisamente los dos soportes que supieron descifrar esos lapsos de dudas. Pero también describían sus relaciones, sus suspiros y, en una de esas, llegaron para fabricar un concepto de aquello que llaman vida.