viernes, 20 de abril de 2012

Recorrido .


Qué valor tiene esa gran ventana del colectivo. Ese enorme vidrio no espejado que le permite evitar la mirada de los extraños a su alrededor. Perderse en la eternidad de las calles con la velocidad suficiente para no focalizar ningún punto preciso. Evitar imaginarse sucesos estáticos que puedan variar sus intenciones de no llegar tarde.

A la carrera del conductor, en este momento el responsable de todo lo que él es, poco sostiene su idea. Poco más que un árbol, una casa, un automóvil, otro auto, otra casa, otro árbol. Todo parece moverse de manera estipulado en sus rutinarias predicciones.
Mucho entiende él de la incertidumbre de próximos sucesos. Esa inestabilidad que permite que algún pequeño hecho modifique aquello que llevaba horas construyendo.

El preciso momento de desequilibrio temporal llega. Un semáforo, nada menos, sentencia ese instante. Su mente abandona el claro de absurdas imágenes y sus ojos clavados en aquel ser humano parado en la esquina le recuerda que ahí podría estar él. Tal vez solo, tal vez a la derecha de su sombra, tal vez con algún libro en su mano izquierda. Tensa su mirada a través de ese vidrio que alguna vez supo ser huida, abismo en lo sensorial, refugio.

No ha logrado dejar de observar a ese individuo. Común, tal vez triste o tal vez alegre, pero serio. Pensativo. Constante. El movimiento del brazo derecho indica que se dispone a avanzar, sus piernas lo seguirán. Sin embargo desde el colectivo, de pies estáticas, alguien se permite contemplar la escena sin parpadear. Los pasos en la vereda acaban a centímetros del cordón. Su cuello gira sobre sus hombros para evitar sorpresas y traga aire y saliva.

La idea de impaciencia toma consistencia entre tanto paso perdido. Puede ocurrir lo peor; tal vez ocurra; tal vez ya ocurrió. Porque sus ojos bien saben que los accidentes son comunes. La sola idea del abandono construye un muro de posibilidades. Él, bien sabe que cualquiera puede distraerse con facilidad. Cualquiera puede tener intenciones de no llegar tarde.
Idas y vueltas sin retorno, y lo tan temido va a suceder. El semáforo se distingue iluminado. Pasea por tonos amarillos y se forma como una gran esfera verde. El colectivero, responsable de todo aquello que él es, acelera con agilidad la gran máquina. Se impone con paciencia en esa peligrosa esquina.

El hombre, alertado por el rugir de tal monstruosa carrocería se congela de piernas y uñas. Su cielo se nubla y el rugir de artefacto desata una impalpable idea: un árbol, una casa, un automóvil, otro auto, otra casa, otro árbol.
El hombre emprende su caminata alejando el claro con un colectivo que pasa a metros sobre la calle.

Frente a un gran vidrio no espejado, tal vez, con los ojos aún clavados, lo siente perderse. Lejos en la esquina. Se revolverán sus tripas y sus pestañas quizás por ya nunca más volver a ver esa imagen. Ya nunca más estar ahí, en esa esquina, estático, pensando en vaya a saber qué.

lunes, 9 de abril de 2012

Ataque de Pánico .

Pensó antes de contestar. Sonaba tan ilógico para ese tiempo. Aflojar el momento de ira, permitir la apertura de un cielo claro frente a grisáceas nubes que cegaban sus ojos y aceleraba su lengua. De modo que solo eso hizo nada más, pensó. Ocultó las desafiantes e hirientes palabras que su boca necesitaba escupir, cerró la puerta con fuerza (haciendo temblar más de un portarretrato con fotos en donde él no aparecía) y partió sin rumbo.

A paso lento y frío atravesó calles y avenidas. La distancia y el tiempo ya no serían un problema. Raro en esta ciudad. Esta vez había otras cuestiones pendientes.
Recorrió palabra por palabra la conversación. Se detuvo en cada gesto, en cada semáforo y en cada mirada. Al comienzo su mente perturbada formuló una posible respuesta; desatinada, agresiva, inadecuada.


Con el paso de canciones y sentimientos, tal vez, temerarios, optó por tragarse en saliva la rabia y disfrutar sin más de la tranquilidad que el barrio le preveía. Sabía, muy en el fondo de su ser, que no quería estar allí, recorriendo esas manzanas llenas de memoria e historias. Pero una gran sonrisa se le escapó al pronunciar la frase “podría ser peor” en voz casi alta para sí mismo.


El camino de regreso fue completamente distinto. A duras penas distinguía el paisaje. Mucho menos los nombres en las esquinas. Poco importaba todo eso

.
Una vez en la puerta, entre nervios e incertidumbre, y una especie de mareo que lo hacía dudar de la realidad, tomó un poco menos del coraje necesario y toco con ligereza el timbre. Al escuchar la voz suave de esa mujer que parecía estar esperándolo, dudó de estar haciendo lo correcto, no quería cometer el error de minutos atrás, no debía haber vuelto. Echó a temblar, el miedo había tomado su lengua y hasta sus párpados. Soltó un aire de nostalgia y con valentía arremetió: “Ya sé que tienes tu vida hecha. Casi hasta sin mí. No… de seguro sin mí. También conozco a tu esposo. Es una persona maravillosa y te quiere mucho. Poco entiendo de nuestra amistad condicional pero… (Consideró aquel al segundo más largo de su vida) Yo te amo, Silvia, no puedo seguir con esta farsa”.


No atinó a pensar en nada más, siquiera levantar la cabeza y encontrarse con sus dos hermosos ojos. Solo sabía que era el momento de retirarse rendido y desesperanzado. Inmediatamente se dio media vuelta y comenzó la huida. Despacio, estaba todo dicho. La tormenta, esta vez, venía desde otro puerto, desde detrás de sus ojos.

La mujer a su espalda quebró en llanto. Parecía sincero y repleto de dolor. Pero no corrió en su búsqueda, solo cerró la puerta con suavidad y lo dejó marcharse.