Con sus piernas cruzadas cerca de la mesa redonda revolvía
la yerba del mate recién cebado sin pensar verdaderamente en lo que estaba
haciendo. Sus ojos clavados en el dedo gordo que abrazaba la punta de la
bombilla que a su vez miraba sin interés. El flequillo castaño caía a los dos
costados de su frente y parte de su cabellera ondulada se afirmaba con un lazo
en su espalda. La miraba intentando interpretar los pensamientos que corrían
mientras me arruinaba un mate nuevo. No pensaba en lo que estaba haciendo o no
sabía que eso era completamente contraproducente. Lejos del intelectualismo que
curiosamente la rodeaba, parecía disfrutar de las ideas que despacio formulaba
y reconstruía. Abría grande y cerraba sus ojos manipulando los niveles de
pensamiento.
La miraba desde el piso, desorientado mientras disfrutaba de
un algún ensayo de Saramago, haciendo a un lado mis críticas sociales y la
construcción de mi ideología boicoteadora. La encontraba maravillosa en su
callada ignorancia. Me resultaba atractiva en su desconcierto, en su simple
entretenimiento del qué sé yo, en su reconstrucción de precarias fantasías que
solo describiría si me permitía preguntarle en qué estaba pensando. Pero no lo
haría, solo la disfrutaría en este pasaje del proceso del desamor. Por esos
instantes renacía mi interés, mi fascinación por tan desorbitante ser que
representaba el opuesto de mi mundo. Que provocaba mi disgusto con la misma
facilidad que el noticiero, que me ofrecía análisis de poco aporte, que no
conducía por el carril del hilo comunicativo.
Tan bello ser que desvariaba con el vuelo de una hoja, con una miga de
pan olvidada sobre la mesa, con una charquito de agua que manchaba la mesa. Aún
me pregunto a qué se debía esa frialdad con que la miraba desentendido pero con
tanto interés. Porque ella ni se percataba, no levantaba la vista, no relajaba
los párpados mientras yo sufría viendo como me destruía el mate recién hecho.
De fondo corría perdido el disco Let it Be de The Beatles que rellenaba de psicodelia
un clima fuera de órbita. Ella movía su sandalia negra fuera de tiempo y
esporádicamente buscaba descifrar algunas de las letras de las canciones. Me
desesperaba que solo supiera algunos estribillos y ni siquiera se gastara en
aprenderse bien el resto del tema. Cada tanto soltaba la bombilla, buscaba con
sus ojos el tocadiscos que seguía girando y se acomodaba hacia los costados los
dos flecos que flotaban por su frente. No llegaba a levantar los ojos, solo
volvía a la bombilla y ni se percataba que podría interesarme tomarme uno. Yo
no buscaba explicación, solo disfrutaba de arte abstracto que su imperfección
generaba frente a la mesa de madera. No la amaba, me generaba más irritación que
amor. La quería, sí, disfrutaba de su compañía tanto como de sus silencios pero
en general me veía obligado a salir a recorrer las calles de una ciudad con
vida propia. Ella tampoco me daba muchas explicaciones a la hora de tomar sus
llaves y salir. Allí sentada generaba un aura de armonía con un brote de
melancolía y preocupación. Siempre conservando esa extraña calma que tanta
controversia me representaba. Su pollera negra que caía hacia sus tobillos, su musculosa
blanca que redondeaba sus pequeños senos, sus redondos ojos marrones
reafirmaban esa avalancha de pasividad que me hacía estallar en cólera. Pasaba
los minutos oculto bajo las amarillas hojas de mi libro y me exasperaba el
hecho de no poder quitarle los ojos de encima. Sonreír por dentro por esa
admirable ingenuidad rutinaria y por esa capacidad de abstracción total en cuyo
interés total del mundo está en esa manipulación de un objeto. Ese insano
desprendimiento de prejuicios, de esos segundos intereses de manipulación que
reconstruía en su rutina. La falta de compromiso por la regeneración de
conocimientos filosóficos, matemáticos y eruditos en general la colocaban
dentro de las personas menos hábiles en mi escala. Ella lo sabía y demostraba
no importarle. Pero un "nomeimporta" real absolutamente, donde ni
siquiera ha de cuestionarse ni una sola vez si realmente le importe o no.
Mientras llevaba y traía con firmeza la bombilla me recordaba a un niño
utilizando un juguete con la violencia justa para no llegar a romperlo,
desafiando a padres y maestros. Regocijándose sin saberlo por alcanzar ese
límite en el que podía derrumbarlo todo y terminar castigado o divertirse en su
mayor potencial. La atracción que la energía de esa escena que percibía con
todo mi cuerpo parecía no acabarse. Estaba hipnotizado en la secuencia de sus
paletas mordiendo el labio inferior y su boca girada a la izquierda de su
nariz. La observaba como investigándola científicamente, como si de ella
saldría postulada la hipótesis más reluciente de la comunicación no verbal o se
recreara sin ningún tipo de error la utilización de las partes del cerebro
humano. Ella aún sin saberlo se distorsionaba en esa nube de realidad y
fantasía que su mente curiosa pero algo lenta imaginaba. Tan distintos los dos,
tan rebuscadamente incompresibles e incompatibles, en caminos paralelos que no
deberían haberse cruzado.
Pero ella sin saberlo tomó de sus ideas una filosa tijera,
disfrutó otra milésima de segundo mientras levantaba con lentitud sus oscuros
ojos hacia mi posición, y cortó ese hilo tembloroso que me imposibilitaba dejar
de mirarla con una sonrisa que apagó la luz del sol que se filtraba por la
ventana. Sintió el placer de encontrarme nervioso luchando por retomar con mis
asuntos sin que ella supiera que la estaba contemplando y que alrededor de su
pequeño cuerpo se recreaban un sinfín de ideas conspirativas que mi rebuscada
mente supo generar. Cortó la tensión, soltó la repentina desunión que me hacía
verla tan distinta y aprecié por un instante toda aquella otra conexión que
buscaba tapar con intelectualismo: esa afinidad a vivir, esa rutina que
compartíamos sin darnos explicaciones, y, sobre todo, esa capacidad de poder
compartir una sonrisa sin tener que siquiera formular palabra. Fue muy reducido
ese análisis, fue casi inperceptivo, porque ella escondió sus dientes, miró
nuevamente a la bombilla y, por supuesto, no vio como yo abandonaba mi libro y
me expulsaba de su paz para dedicarme a mirarla sin poder dejar de hacerlo.
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